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ACUERDO
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El Cabildo del distrito de... acuerda:
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Art.º 1º Se matarán todos los marranos que anden por la calle, con excepción de los que tengan horqueta.
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Parágrafo único. Por el derecho de horqueta se pagará medio real por semana.
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Art.º 2º Por todo burro que ande suelto por la calle se pagará un real por mes.
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Art.º 3º Cuando un perro resulte loco, será alanceado, y el dueño pagará cuatro pesos de multa, y sufrirá tres días de prisión.
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Dado en el Cabildo de este distrito, a 18 de mayo de 1856.
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El presidente, José Londoño. -Ejecútese. -El alcalde, Gregorio Alguacil.
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A este tiempo pasaba ya la señorita Clotilde para su posada, y don Demóstenes entregando con precipitación los papeles, al señor alcalde, se fue también.
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Doña Patrocinio hizo servir unas frutas a sus huéspedes, en cuyo acto tuvo ocasión don Demóstenes de manifestar su civilidad, y hasta su singular aprecio por la señorita.
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Esa noche dio por la calle un paseo el forastero, y se acostó en su hamaca, con muy buenas intenciones de dormir; pero el baile de la casa vecina le echó a perder sus profundos cálculos. La música se componía de algunos tiples que hacían el alto, y de dos guacharacas y dos alfandoques que desempeñaban por trompas y trombones, agregándose por contralto un triángulo de hierro, de un sonido más que penetrante. Las guacharacas son unas cañas de chontadura rajadas, que se frotan con una astilla de palo, y los alfandoques son dos tubos de guadua, en que se baten unas pepas de chisgua de forma de munición.
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Eran pocos el sueño y la cabeza de don Demóstenes para recibir tan selecta armonía, en la cual no habíamos incluido un tambor que no cesaba ni por un instante. Se levantó; dio un paseo, y luego se acercó a la puerta del baile.
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Veamos, dijo, si hay algo adentro por lo cual unos oídos configurados como los míos, puedan aguantar el suplicio.
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Estaba la sala alumbrada por un candil, que daba luz, además de la sala, a una especie de tienda, si es que merecía este nombre. Su poca luz se perdía entre el humo espeso de los cigarros.
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El baile tampoco gustó al caballero: era el torbellino, en que el galán da las vueltas en pos de la esquiva pareja, repitiéndose una parte, con la ejecución de cada cuatro de estas vueltas.
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Tampoco merece la pena el baile, dijo entre sí don Demóstenes. ¡Ir a una vara de distancia de una bella, hoy que la palabra distancia es un borrón del diccionario! ¡Hoy que Roma se ha puesto a las puertas de París con el telégrafo!... Esto es muy retrógrado... Esto es contra la institución del baile, que no se hizo para huir sino para avanzar; esto es muy colonial sobre todo.
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Entre tanto los aplausos y la alegría resonaban en el baile; las parejas entraban, salían, se ponían de pie, mudaban de asiento; y los bailadores invadían y atropellaban, sin que hubiese desafíos a pistola ni puñetazos. Entre las parejas oía don Demóstenes nombrar con frecuencia a una Manuela, a la que no pudo conocer, sin embargo, por la poca luz y por la distancia.
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-Y usted ¿no entra a bailar, amigo?, le preguntó don Demóstenes a un parroquiano que estaba recostado en un palo del corredor, embozado hasta los ojos con su ruana.
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-¡No señor!, le contestó con aire triste, Yo estoy privado de baile; y ¡quién sabe por cuánto tiempo!
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-¿Cómo, amigo?... ¿Es usted un proscrito?
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-No es sino que ando huyendo de las persecuciones de don Tadeo, y si usted viene a permanecer aquí, descuídese.
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Esta palabra exactamente igual a la que le había dicho Rosa, le animó a interrogar al incógnito, y ya le había hecho una pregunta, cuando un rumor de adentro cortó la conversación.
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-¿Por qué lo dejan?, gritaba a los músicos un bailador, que cabalmente era José Fitatá, el criado de don Demóstenes.
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-Porque la niña Manuela no es la única que sabe bailar aquí.
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-¿Y si ella quiere y yo también quiero?
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-Se friega el forajido , porque el que manda, manda.
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-En mí no manda aquí ninguno.
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-¡Que lo apresen!, gritó una voz del lado de la semitienda.
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Es necesario saber quien era José Fitatá. Se había criado de concertado en las haciendas de la Sabana, en el arma de vaquero; es decir, era toreador, jinete, enlazador, y fue soldado de las guerrillas de Ardila en la revolución de abril; no le faltaba nada para ser un laque, aun cuando era moderado y complaciente, como todos los sabaneros en tiempo de paz.
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Había también un personaje detrás de los músicos, del cual es preciso dar una noticia aunque ligera. Era un hombre de ruana de listas verdes con el forro colorado, y de sombrero muy grande; el cuello de la camisa muy grande también y muy almidonado, no le dejaba toda la movilidad requerida para sus observaciones; tenía que torcer sus miradas como muñeco de resorte, las que eran fielmente observadas, y hasta obedecidas por el sumiso círculo que siempre lo rodeaba. Era aquel embozado la polilla de la parroquia.
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Pero veamos en qué quedaron esas bravatas que habían sonado como una tempestad en la pacífica sala del baile.
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José, viéndose acometido de repente, echó mano al alfandoque de la música, y de pie en un rincón, con la dignidad del tigre que espera a su agresor, contenía a sus enemigos con sus miradas.
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Una voz del lado del rincón murmuró estas palabras solapadas:
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-¿No habrá por aquí un comisario?
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Entonces, un hombre de malísima traza se presentó en la palestra, señalando un bastón con cabeza de plata, y animados con su presencia los adalides, avanzaron unos pasos; pero José por desembarazarse del estorbo del primero que se le acercó, le tocó con el alfandoque, de tal manera que lo hizo caer sentado en el suelo.
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-¡La carabina, la carabina!, gritó un valiente desde muy lejos del puesto.
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Se habían desenvainado los machetes, los agresores ganaban un pie más de terreno, lo que hubiera vencido la repugnancia de intervenir que tenía don Demóstenes, si una sombra de ágiles movimientos y airoso andar, atravesando con presteza el salón por entre el polvo y el humo, no se hubiese puesto delante del personaje del cuello monstruo, y te hubiese hablado a media voz, acariciándole una mano con las dos suyas, y derramando sobre él una mirada rápida.
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Apenas esto sucedió, cuando sonó la voz de «alto el fuego», y una ley de olvido lo cubrió todo en el acto. Sin embargo, un misterio quedó trasluciéndose en el público, como sucede siempre después de todos los tratados diplomáticos, y de esos indultos que ordenan el absoluto olvido, a los que tienen tanto de qué acordarse, por sus bolsillos o por sus personas.
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La música y los vivas ahogaban los comentarios; el baile triunfaba con toda su fuerza, como las fiestas con que los cónsules romanos apartaban de la atención del pueblo las cuestiones graves.
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-¡Viva la alegría!, gritó uno de los concurrentes.
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-¡Viva el pueblo! ¡viva la diversión!
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-¡Viva la pacificadora Manuela!
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-¡Viva la niña Cecilia, respondió una voz recalcitrante y proterva, que es la que vale más aquí!
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-Coja usted esos puntos, mi caballero, le dijo a don Demóstenes el incógnito, que observaba todo sin moverse, embozado en el gran canto de su ruana; y, ¡no se descuide!
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Era ya muy tarde, y don Demóstenes se volvió a su hamaca, en donde se quedó al fin dormido, como a eso de las tres de la mañana; pero una singular ocurrencia lo vino a despojar de su dicha.
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La hamaca había sufrido un terrible sacudimiento, y al despertar el caballero, entre la incertidumbre y el temor, se quedó con el oído fijo, y le pareció que oía sonar el traje de una mujer; pero notando que la aparición, o lo que fuese, se iba alejando, se fue calmando su corazón, cuyas palpitaciones fueron al principio terribles con tan inesperado susto.
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Ya iba a llamar a José, cuando sintió que las caseras conversaban a media voz en su alcoba, y pudo oír sus palabras.
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-¿Por qué vienes tan tarde?, decía una voz algo severa, aunque a la vez compasiva.
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-¡Porque estuvo el baile tan bonito!
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-¡Si irías a abrir la puerta del lado de la calle, y a despertar al caballero!...
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-Como entramos por el portillo... sino que por lo obscuro y porque ya no me acordaba, me estrellé contra la hamaca, y le metí un susto. ¡Ave María, que tengo una vergüenza!...porque por poco me caigo.
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-Pues es necesario venir temprano otro día, porque los tiempos están delicados; y tanto va el cántaro a la fuente, que por fin, por fin...
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-Pero sumercé verá que el que bien anda bien desanda.
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-¿No supiste lo que le sucedió a tu comadre Pía?
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-Eso sería por boba; o porque ya le convenía, mamá.
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-Pues sólo que así...
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Don Demóstenes no pudo oír más de la conversación de la alcoba, y lo sintió en el alma; pues aun cuando este ruido fuese un nuevo motivo de desvelo, era muy útil para un forastero cualquier revelación sobre asuntos de la parroquia, donde tenía que pasar una larga temporada.
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Volvió a rendirse al sueño cuando el día comenzaba a brillar; pero volvió a ser interrumpido por la patrona Patrocinio, la cual subida en un tronco, a voz en cuello gritó en la mitad del patio.
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- ¡Piu! ¡piu! ¡piu! ¡piu! y, desde entonces, los marranos, los piscos, y gallinas y el burro carguero, no dejaron esperanzas de más sueño con su alboroto infernal. Un gato muy taimado asistió también, aunque solamente como curioso.
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Se salió don Demóstenes a dar un paseo por los campos, y el aire, la libertad y el silencio calmaron el trastorno que su cabeza experimentaba desde los acontecimientos del baile, y desde el susto que tuvo a la madrugada por el sacudimiento de la hamaca.
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Estaba don Demóstenes ciñéndose sus atavíos, y arreglando su traje de cacería, cuando sonó un golpe en la puerta.
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En esto de golpes hizo él en la parroquia lo que hacía en Bogotá: dejarlos al cuidado de otro, para seguir en sus ocupaciones; pero como las caseras tampoco respondían, y los golpes sonaban ya por tercera y cuarta vez, se resolvió a las consecuencias, y, disimulando su enfado, gritó:
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-¿Quién va?
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-Soy, yo, respondió una voz humilde; yo, el cura de esta parroquia.
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-Sírvase usted sentarse mientras acabo ciertos arreglos, le respondió con menos retintín, apurándose a perfeccionar su tocado.
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El Cura se sentó en la jesuítica silla, y se puso a separar con el lente unas flores que llevaba en la mano.
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El traje del párroco era sencillo:
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Llevaba un largo levitón gris, chaleco y calzón negro, cuello morado, sombrero negro de fieltro de ala tendida, aunque no pequeña. Su continente modesto y respetable decía bien con su traje, en el cual no había ni coquetería ni disfraz. Llevaba en su mano un largo bastón, fiel compañero de sus excursiones por el campo.
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Al aparecer don Demóstenes en la sala, se saludaron por la cortesía propia de las dos personas más ilustradas que pisaban actualmente la parroquia.
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-Sabía, dijo el párroco, que un caballero estaba en mi parroquia, y me he apresurado a darle la bienvenida, y a ofrecerme por mí y por los notables del distrito.
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-Mil gracias, señor Cura.
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-Porque en una soledad es donde se aprecia el trato de la gente culta.
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-Me honra usted demasiado.
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-La verdad, señor. Yo no tengo aquí con quien conversar entre semana, sino con mis libros.
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-¡Oh la imprenta es el conductor de la ciencia y el baluarte de la libertad! Un hombre preso a quien se le conceda luz y un libro, nunca será desgraciado. La nación que tenga libertad de imprenta jamás será tiranizada.
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-Y el cura que no lea, tendrá que adormecer su imaginación con la conversación soez de las tiendas o de las esquinas, o con algún vicio que lo domine. Aparte de la necesidad que tenemos, hoy más que nunca, de estudiar, por la lucha con el protestantismo.
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-Es muy cierto, señor Cura.
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-Y cuán vastos son los asuntos de la instrucción del cura, ahora que hay sacerdotes de otras comunidades en la República... Yo por mi parte procuro leer, aunque mis correrías poco tiempo me dejan.
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-¿Y es bueno el curato?... ¿Da platica?
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-No da plata; pero aunque corto el campo, es bueno para segar mucha mies. Ha hecho falta la doctrina; pero trabajando puedo conseguir mucho fruto aunque llevo poco tiempo de estar aquí.
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-¿Y el temperamento?
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-No muy bueno, caballero.
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-No debería usted decirlo, porque entonces se puebla menos su distrito parroquial.
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-Yo no diré una mentira, señor, porque la cuestión temperamento es cuestión de vida o muerte ¿y cómo le iba yo a decir a usted que mi parroquia es sana, para comprometerlo a que trajese su familia a padecer epidemias? ¡Sería un crimen inaudito!
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-¿Y cuando sea cuestión de hacer plata con transplantar la gente?
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-Eso casi no necesita respuesta entre cristianos.
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-Y de elecciones, ¿cómo andamos, señor Cura?... ¿usted no votará, no?
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-¿Por qué no, señor, cuando la constitución no me lo prohíbe?
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-Pero un cura, me parece a mí que no debe meterse en la política, por aquello de «mi reino no es de este mundo.»
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-Pues eso de «mi reino no es de este mundo», les ha dejado a los curas derechos y obligaciones subsistentes en el estado político, les ha dejado existencia y libertad, premunidas por la constitución.
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-La constitución sí los abraza, de cierto; pero nuestras leyes han tratado de separarlos del cabildo, de la escuela, del Congreso, de las elecciones.
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-Pues el texto es una sentencia de Jesucristo, en que les Muestra a los judíos que sus glorias y triunfos no consisten en los tronos y cetros de la tierra, sino en la bienaventuranza eterna; que no viene a apoderarse del poder civil; sino del moral, y nada más. Señor, si la política no abrazara la moral, y si la moral se pudiera, en nuestra tierra, cimentar sin la instrucción evangélica; más, todavía: si no versara la política sobre las dichas o desdichas del hombre, entonces sí se debería abstener el sacerdote cristiano de ella; pero como donde está el hombre, allí está la miseria, así como donde están los árboles se encuentran las hojas secas, es preciso también que allí esté el sacerdote, aliviando, aconsejando, educando el corazón, y previniendo el error y el crimen. ¿No tiene que hacer la política con el sacerdocio?... Y en una parroquia de éstas donde nadie lee, donde nadie explica ni recuerda la ley, escrita, donde nadie se apura porque haya escuela ¿quién señala el camino del deber? ¿quién recuerda el respeto a los padres? ¿quién contiene el robo que pudiera hacerse al hacendado? ¿quién lucha en favor de la institución del matrimonio, base de la sociedad política?
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-Es que la sociedad tiene su tendencia irresistible a perfeccionarse; y el pueblo tiene, su instinto sobre lo que le conviene, dejándolo sin trabas. El principio «dejad hacer» vale más que todas las leyes del mundo.
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-Señor, si yo no supiera (porque fui cura en los Llanos), que ni los tunebos, ni los caribes, ni los guaques han adelantado nada en la civilización en trescientos años, por sus esfuerzos, mientras otros pueblos bajo la enseñanza evangélica han ido más adelante, le concedería su teoría.
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-¿Más adelante que nuestra escuela? Pues deje usted que se difundan nuestras doctrinas sociales, y verá que no.
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-Pero ya los socialistas de mi escuela han llevado muy adelante la bandera.
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-¿Cuándo? ¿quiénes? ¿de qué modo?
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-¿No ha cruzado el sacerdote católico los desiertos del Meta, arrostrando las flechas, las garras de las fieras, y el hambre, y las infinitas plagas, por cumplir su misión civilizadora? ¿No ha soportado la pestilencia de los hospitales por aliviar? ¿No ha consagrado su vida al confesonario y al púlpito por corregir? ¿Civilizar, aliviar y corregir no es trabajar por la mejora de la sociedad?
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-Nosotros escribimos y peroramos.
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-¿Y cuántos oyen las peroratas? y ¿cada cuándo hay una perorata? y entre la gente del pueblo, ¿quién lee lo que ustedes escriben? y ¿cuántos se convencen y se aprovechan?...