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1 | -Buena con nosotras; y, ¡muy chusca que es la señorita! |
1 | -¿Y en la parroquia, hay algo que sirva? |
1 | -¡Ave María! ¡Pues la niña Manuela... que es lo que hay que ver! |
1 | -Pero, tanto he hablado con usted, y hasta ahora no me ha dicho su gracia, es decir, cómo se llama. |
1 | -Yo me llamo Demóstenes, un criado tuyo, contestó el caballero haciendo una cortesía. |
1 | Seguramente don Demóstenes, por el hábito de no acostarse sino de las doce para adelante, estaba desvelado en esa noche. Por lo que hace a Rosa, como buena trapichera, estaba acostumbrada a trasnocharse; y en esta disposición análoga, eran ya las diez, y todavía conversaban como dos novios. Don Demóstenes complacido con la ingenua y sencilla charla de Rosa, y ésta, contenta de interrumpir su acostumbrado aislamiento y soledad, hablando con un pasajero de agradable conversación. |
1 | La madre y los hermanitos hacía rato que dormían en la alcoba inmediata: al fin se retiró Rosa, llevando en la mano el bagazo encendido. Don Demóstenes apagó su vela y se preparó a dormir en su movediza barbacoa. |
1 | Mas cuando esperaba el reposo y el sueño bienhechor debido con tanta justicia al mal parado viajero, éste en vez de conciliar el sueño, no hacía sino moverse y agitarse en su cama, sintiendo mil picadas en todo su cuerpo. Largo rato luchó con aquel tormento desconocido, hasta que por fin, agotada la paciencia, llamó a su criado. |
1 | -José, levántate, que estoy como metido en agua hirviendo y tengo una sed devoradora. Enciende pronto la vela, ¡oyes! |
1 | -¡Cómo los ratones cargaron con ella!, contestó José, después de buscarla a tientas en toda la pieza. |
1 | -Llama a Rosa, pues. |
1 | Rosa se había puesto en pie desde que oyó las voces y las plegarias de su huésped, y salió para ver cómo podía aliviar al viajero; pero no había otra vela en la casa, y hubo que recurrir al bagazo. Encendido éste, se encargó José de atizar la salvaje lámpara, mientras Rosa examinaba la cama de don Demóstenes. |
1 | -Son los chiribicos, dijo, después de examinar los dobleces de la sábana. |
1 | -¿Y qué se hace con ellos? |
1 | -Con los chiribicos y con don Tadeo el tinterillo, no hay remedio que valga. |
1 | -¿Cómo es eso? |
1 | -¡Pues mire! Cuando los chiribicos se empican , no vale asco, no vale arder la cobija ni el junco, ni quemar la barbacoa. |
1 | -¿Y qué se hace entonces? |
1 | -Embarrar de nuevo la casa, o derribarla y hacer otra nueva. |
1 | -¿Pero mientras se derriba, qué hacemos, Rosa? ¡Yo me muero! |
1 | -¿No trajo hamaca? |
1 | -¡Corriente, Rosa! Viene entre los baúles: que la saque José cuanto antes. |
1 | Cuando colgaron la hamaca entre el criado y la casera, le advirtió Rosa: |
1 | -Pero no vaya a llevar a la hamaca ni una cobija, ni una pieza de ropa de las que tiene puestas, porque entonces se queda en las mismas. |
1 | Don Demóstenes siguió el consejo: se mudó, y envuelto en otra sábana hizo su ascensión gloriosa a la hamaca, de un sólo brinco, como el boga que sube al champán perseguido por los policías . |
1 | -Ahora quiero agua, porque tengo calentura y la sed me abrasa. |
1 | -Esa es la que aquí no hay, mi caballero. |
1 | -¿Qué beben ustedes, pues? |
1 | -Guarapo. Si quiere, voy a traer un calabazo de agua al chorro; pero aquí son las aguas salobres. |
1 | -Te lo agradeceré, hija mía... ¡Oh! ¡las posadas de los Estados Unidos, esas sí que son posadas!, decía don Demóstenes al criado, mientras esperaba el agua. ¡Figúrate que en el hotel San Nicolás encuentra uno en su cuarto hasta agua corriente! ¡Pero esta posada de Mal-Abrigo!... |
1 | Al cabo de media hora se oyeron los pasos de la servicial casera, y en seguida el grato acento de su voz. |
1 | - Por aínas no vuelvo, dijo al entrar, con una tranquilidad llena de filosofía. Se apagó el bagazo en el camino, y aquí no más tuve que matar una taya que se me enredó en los pies... mañana la verá usted... |
1 | Don Demóstenes se bebió una totuma llena de una agua no muy buena, y exclamó con todo el fervor de un corazón agradecido: |
1 | -¡Oh! ¡Rosa! Eres como una Egeria consolando a Numa. |
1 | -¿Que le eche otra totuma? ¡Apare!... |
1 | -No, Rosa, mi sed está mitigada. Ahora conversemos alguna cosa. Mira, estoy curioso de saber porqué vino a colación un don Tadeo, cuando hablábamos de chiribicos. |
1 | -Porque esa es otra plaga que tenemos en la parroquia. Al niño Dámaso le tiene desterrado y lo persigue como los ratones a la vela, para no dejarlo casar con la niña Manuela. Y usted descuídese, si va a estarse en la parroquia, porque ese es hombre que sabe empapelar a la gente; y acuérdese de lo que le dice Rosa, ¡acuérdese!, repitió al retirarse otra vez a su alcoba. |
1 | Don Demóstenes se rió del anuncio; se acordó un poco de la hermosa niña a quien dejaba en Bogotá; pero no tanto que lo desvelara esta memoria como lo habían hecho los chiribicos; y a no ser por el ruido que hacían los estribos cuando su criado estaba chillando, ya muy entrado el día, no se hubiera despertado hasta la tarde. ¡Tan profundo era su sueño, y tan grande su cansancio! |
1 | Mientras el arriero cargaba, reparando su posada, encontró la culebra muerta, y dentro de la casa una decoración improvisada. La barbacoa donde le pusieron cama tenía armazón como para toldillo, revestida de arrayán y flores, y un arco gracioso lleno de hojas en la puerta de la sala. Sobre una tablita encontró un libro muy usado, y, al hojearlo, gritó: ¡oh Gutenberg! ¡hasta aquí llega tu sublime descubrimiento! Viendo el título, que decía: «Ramillete de divinas flores, y método para aprender a morir cristianamente», murmuró: método para vivir es lo que debemos aprender, que morir es caso muy fácil. ¿No te parece, José?, añadió dirigiéndose a su criado. |
1 | -Pues para no morirnos es que bregamos hasta donde podemos, mi amo. |
1 | Cuando todo estuvo listo para marchar, se acercó don Demóstenes a la cocina, a despedirse de Rosa, dándole las gracias, y ofreciéndole una moneda, que ella rehusó con aire de desdén. |
1 | -¡Pues adiós! ¡adiós! |
1 | -¡Adiós, señor!, dijo Rosa, y tomó su azadón para irse al pequeño platanar de su estancia. |
1 | Saliendo don Demóstenes al camino parroquial de la senda del barzal que ocultaba la casita, al recordar su mala posada y la generosa bondad de Rosa, pensaba preocupado en la frase de « ¡descuídese con don Tadeo!», que ella le dijo con aire de profecía; y sacando su cartera escribió riéndose: |
1 | «5 de mayo -Posada de Mal-Abrigo- Rosa -¡Descuídese con don Tadeo! -Manuela.» |
1 | Dos horas después entraba en la plaza de la parroquia de... y pronto se instaló en su nueva posada. |
1 | En las caídas de la gran sabana de Bogotá se encuentran algunos caseríos con los nombres de ciudades, villas o distritos, de los cuales uno, que ha conservado entre sus habitantes el grato nombre de parroquia, es el teatro de esta narración. |
1 | Está separado de los otros grupos algunas tres o cuatro leguas, por lo menos, y casi incomunicado, porque los caminos atraviesan bruscamente montañas, rastrojos y fangales. En su plaza, demarcada hace más de un siglo, hay dos costados cubiertos ya de casas, y en el uno sobresale la iglesia de teja, bien notable por su puerta verde y porque cuelgan de una viga de su fachada tres campanas, que, sirven para llamar a la misa mayor los domingos, y entre semana para dar las doce, las seis y los dobles de las ocho. El segundo edificio es el despacho de la alcaldía, llamado antiguamente cabildo; sigue después la casa del cura con su largo corredor sobre la plaza. |
1 | Tiene la parroquia un retazo de calle y, algunos trozos formados de solares de cercas de palos sostenidos por algunos árboles nacederos. Hay una casa que se distingue por su establecimiento de venta o tienda, de donde el público se surte de velas, guarapo, o chicha, aguardiente, y algunas veces de pan. La sala de esta concurrida casa tiene una puerta al oriente, que da a la calle, y otra al occidente que sale al patio, el cual está cerrado por los costados con dos tramos del pajizo edificio, y por los otros dos con cerca de guadua, en la cual hay un disimulado portillo, que equivale a la puerta oculta, de que hablan algunas novelas de Europa. |
1 | La tienda tiene una trastienda que comunica con la alcoba de la familia, con una pieza obscura de por medio, llena de ollas, barriles, artesas y trastos viejos. |
1 | La concurrencia en la tienda es todo, los domingos y a veces los lunes. Las arengas de los concurrentes son graves en ciertas ocasiones, y aun suele la discusión, pasar a los porrazos. |
1 | De esta venta saca, tal vez más ganancias que la dueña, un embozado, que desde un agujero practicado en la pared de su alcoba, atisba todos los movimientos, y escucha todas las palabras, apuntando en una grasienta cartera lo que a su entender tiene mayor importancia: en la parroquia hay también embozados. |
1 | De las otras dos puertas de la sala, que permanecen siempre cerradas por medio de cortinas de zaraza, la una conduce a la mencionada alcoba de la familia, y la otra al sur, está destinada para los forasteros. |
1 | Los muebles son un poyo de adobe, una silla de brazos, reputada por propiedad de los primeros jesuitas, y una mesa grande; los adornos, un san Antonio, una Virgen del Rosario, y un retrato del general Santander. |
1 | La edad de la silla, hasta de ochenta años, está bien comprobada, por las muchas heridas que muestra en los brazos, hechas con alevosía las más (y con navaja), y por la firmeza de su constitución, pues sirviendo de andamio, o puente, o receptáculo para pesados cuerpos, suspensa entre el ángulo de la pared y el suelo, no han logrado desarmarla, como a muchos taburetes raquíticos y delicados, que yacen en los zarzos o en los ceniceros, por no haber resistido a esa cruel superación. La mesa aun cuando no tan antigua no carecía de mérito: sobre ella se deshacían marranos, se amasaba y se aplanchaba cuando era menester. |
1 | La propietaria de esta casa era doña Patrocinio; pero don Demóstenes se hallaba con dominio absoluto sobre la alcoba del sur, con medio dominio en la silla y la mesa; con derecho de colgar su hamaca en la sala, y de visitar también el interior de la casa, cuando a bien lo tuviera. |
1 | Así fue que un domingo hubo en la parroquia la gran novedad de un forastero que se mecía en su gran hamaca, en la sala de la niña Patrocinio, leyendo un libro, cuya pasta brillaba como carey, y teniendo debajo cuadernos y papeles, sobre una estera de Chingalé. También se hablaba de un perro que estaba echado allí junto, tan grande como un ternero, y de un mirar espantoso. |
1 | Embebido don Demóstenes en sus libros, no había hecho caso del movimiento que había en la calle, en donde se saludaban los estancieros de los partidos, o se paseaban en compañía, ni de la risa y dichos de las muchachas, que echaban sus revoloteos como las mariposas, mientras daban el último toque a misa. Pero un ruido de bestias y voces de dominio, que pareció estallar contra la puerta, hizo levantar la cabeza al forastero para ver el cielo abierto ante sus ojos. |
1 | Una señorita, montada en una mula retinta, con traje que bajaba hasta el suelo, dejando ver al través de un velillo celeste un color bellísimo de mármol y unos ojos grandes, suaves y modestos, una dentadura fina y graciosa, conjunto de primores, visión enteramente milagrosa, era la divinidad que había posado delante de la puerta. Don Demóstenes se puso de pie en el instante, y viendo que la comitiva hacía alto, ofreció sus servicios para que la señorita se apease. El caballero que la acompañaba estuvo pronto a su lado, y dándole el hombro y la mano, ella descendió majestuosa, para entrar en la sala con su foete en la diestra, y todo su largo traje recogido con la izquierda. Mientras su compañero mandaba amarrar las bestias debajo de un hermoso caucho, y meter los frenos y los pellones, don Demóstenes le dirigió la palabra, después del saludo de cumplimiento. |
1 | -¿Cómo es que habita usted en estos desiertos?, le dijo el caballero. |
1 | -Porque vivo en la hacienda con mi padre, respondió Clotilde, que era la misma que en la posada había sido nombrada por Rosa. |
1 | -Ahora concibo que puede haber un hombre dichoso, viviendo... |
1 | Don Blas, entrando presto de la calle, interrumpió este diálogo, que habría sido tal vez curioso; y mientras que la señorita siguió al interior a preguntar por su mamá Patrocinio y por Manuela, don Blas se dirigió al forastero en estos términos: |
1 | -¿Y la venida de usted?... |
1 | -Emigrado, señor. |
1 | -¡Santa María! ¿Otra revolución? |
1 | -De los paramitos de San Juan, señor. |
1 | -Tiene razón. ¡Son infernales! ¿Y qué de bueno deja usted por Bogotá? |
1 | -Pues no hay cosa particular sobre la crónica común. Ahora, sobre los negocios públicos usted habrá leído «El Tiempo.» |
1 | -«¿El Tiempo?»... No señor. Aquí no llega sino la «Gaceta» y se va al archivo, muchas veces sin desplegarla; dicen que a don Eloy le viene el «Porvenir.» |
1 | -¡Es cosa muy rara! |
1 | -No señor: así andamos en muchas parroquias... Lo raro es ver a una persona como usted por aquí. |
1 | -Pues otros años he ido a Fusagasugá, que es magnífico por su temperatura, por sus aguas, por su gente, por sus bellas sabanas y sus célebres quintas. |
1 | -Pues eso sí no tenemos por aquí. |
1 | -Cierto, porque las tierras, como este distrito, húmedas, saturadas de sales, nitro, caparrosa y piedra azul de pizarra, y que se ablandan y se deslizan en derrumbes llevándose las estancias y los montes, son buenas para producir mucha caña y mucho plátano; pero no mucha vida, según mis observaciones de tres días a esta parte. |
1 | -¿Vendrá usted a comprar trapiche? |
1 | -No señor, no quiero comprar mi sepulcro, para adornarlo en vida, como lo ha hecho un compatriota nuestro: este cuidado se lo dejo a mis deudos. |
1 | -Pues ahí verá que el trapiche, cuando no chorrea, gotea, dijo don Blas, con toda la seguridad de un profesor entusiasta. |
1 | La señorita Clotilde, que había entrado a la alcoba a ponerse en traje de iglesia, salió radiante de belleza y majestad, como la actriz que asoma por segunda vez a las tablas. |
1 | Don Demóstenes levantó los brazos como para aplaudir, pero se quedó petrificado en presencia de tanta hermosura. La señorita siguió a la iglesia con don Blas, y don Demóstenes los siguió maquinalmente. Ella tomó su puesto en la iglesia, y al frente quedó el viajero, cada vez más apretado por la concurrencia gradual de los parroquianos. |
1 | La molestia del viajero, a no ser por el hechizo que allí lo mantenía, deberíamos suponerla terrible por el calor, los vapores y los apretones; pero cuando él vino a conocer la grandeza de su sacrificio tributado a los ojos de la divina Clotilde, fue cuando sentándose el cura en una silla parecida (si no era hermana) a la de la posada, se santiguó; y se santiguaron con él todos los vecinos para oír la santa palabra. |
1 | Reflexionemos por unos momentos en la posición de don Demóstenes: |
1 | Él sabía los dimes y diretes que reinan entre los curas y los filósofos. |
1 | Sabía lo que la prensa radical decía sobre papas, frailes y socialismo en esos días. |
1 | Sabía que el cura estaba en su tribuna, como él mismo había estado en la de la escuela republicana de Bogotá. |
1 | Esto pues, lo tenía con cuidado, fuera del bochorno producido por la concurrencia; pero no había medio de escapar sin un escándalo, y por otra parte, lo que Clotilde hubiera dicho... Se limpió el sudor con su fino pañuelo de seda, y se resignó. Puso atención y escuchó estas claras y distintas palabras: |
1 | «Amor, paz y caridad son el fondo de la doctrina que un artesano pobre comienzo a predicar en la Judea, y que hoy cuenta ya millones de sectarios.» |
1 | Aquí respiró don Demóstenes, y levantó la cabeza. |
1 | -«Doctrina que halaga al pobre, continuó el cura, porque pobres fueron los Apóstoles, pobres los discípulos y pobres las mujeres piadosas que seguían en pos de la predicación.» |
1 | Mientras que esto decía el cura, todos los parroquianos dirigían los ojos al forastero, quien por su gran frac blanco, por su buena corbata de seda, y por la hermosa cadena de su reloj, aparecía como el más acomodado de todos, y tuvo la precaución de agacharse un poco. |
1 | «Sí, mis oyentes, decía el cura, el mismo Jesucristo lo dijo por su boca: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico en el reino del cielo. ..» Pero la caridad nos manda que no les hagamos mal, porque son nuestros hermanos. |
1 | Aquí sintió don Demóstenes sumo agrado, y suma predilección por el párroco; y se enderezó aliñándose su chivera; pero las palabras que siguieron volvieron a hacerlo agachar, porque el cura estaba diciendo: |
1 | «Y la caridad vale más que la divisa libertad, igualdad, fraternidad; pues con aquel pendón se han acometido mayores empresas en favor de la sociedad universal.» |
1 | Esto tampoco le gustó a don Demóstenes; pero lo que siguió le pareció muy bien. |
1 | Concluida que fue toda la función parroquial, fueron saliendo todos los vecinos. Hubo nuevos abrazos, nuevas muestras de cariño entre los grupos que formaban en el altozano y la plaza aquellos desvalidos feligreses. |
1 | La señorita Clotilde se fue a cumplir con una visita, y don Demóstenes se acercó al cabildo, donde un octogenario en el traje de los parroquianos, aunque más raído cine todos, tocaba la llamada de granaderos en una caja que fue de los guardias nacionales de Colombia, según las inscripciones y los timbres. Y unas pocas mujeres y algunos de los muchachos acudieron al llamamiento, y acercándose el alcalde con el bastón en una mano y unos papeles en la otra, le dijo a don Demóstenes: |
1 | -« Léiganos su merced los papeles del Gobierno, señor caballero, por vida suya.» |
1 | Don Demóstenes comenzó a romper las cubiertas de las gacetas y ordenanzas, y el alcalde le dijo: |
1 | -Eso que viene en letra de molde se va así dobladito a la caja; lo que hay que publicar es este papel. |
1 | Obedeciendo al dictamen del alcalde, el forastero leyó lo que sigue: |
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